21/04/2023

Las insurrecciones nacionales y la desaparición del feudalismo

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Después de 1815 recrudeció una política reaccionaria de los gobiernos de Rusia, Austria y Prusia, que no cumplían sus promesas de permitir un libre desenvolvimiento de la nacionalidad polaca en la enseñanza y en la administración y reprimían con creciente fuerza toda tendencia liberal y progresista. Sólo en el Reino de Polonia la situación era algo distinta, ya que la amplia participación de los polacos en la administración pública de las provincias occidentales del Imperio Ruso parecía afianzar, y aún extender, el margen de libertad ganado por los polacos en los años anteriores. Pero ya al cabo de 4 años de hicieron muy manifiestos los antagonismos entre el gobernante y la sociedad. El zar Nicolás I le concedió carta blanca en el Reino de Polonia a su hermano el gran duque Constantino, que era al mismo tiempo comandante en jefe del ejército polaco. El gran duque y el representante del zar, Novosiltsov, reprimían todo conato de oposición en la prensa y en la Dieta, violaban la constitución del Reino y perseguían implacablemente a los miembros de las organizaciones secretas juveniles que habían empezado a proliferar. En 1826 encarcelaron a muchos dirigentes de la Sociedad Patriótica, la más ramificada de las organizaciones secretas, fundada en 1819 por el mayor Walerian Łukasiński, que mantenía estrechos contactos con los miembros de la organización revolucionaria rusa de los “decembristas” y con numerosos círculos progresistas de la Europa occidental. Estas represiones acrecentaban la resistencia de la sociedad polaca, al tiempo que la filosofía romántica que comenzaba entonces a adquirir creciente influencia profundizaba los anhelos de libertad nacional. El primer paro concreto hacia una insurrección nacional fue la conjura de los cadetes de la Escuela de Alféreces, encabezados por Piotr Wysocki.

Las esperanzas despertadas por la revolución de 1830 en Francia, la seguridad de que se recibiría ayuda del gobierno liberal de Inglaterra, así como la amenaza de una posible participación de las tropas polacas en la intervención preparada por el zar ruso con el fin de aplastar las revoluciones de Francia y de Bélgica, apresuraron la decisión de los conjurados. En la noche del 29 de noviembre de 1830 estalló la insurrección. Los cadetes, ayudados por el pueblo de Varsovia, tomaron el Arsenal y ocuparon posiciones estratégicas en la ciudad. El mando de la insurrección quedó en manos de generales y aristócratas de talante conservador que habían sido sorprendidos por el estallido de la misma. No creían en la victoria, recabaron en vano la ayuda de Inglaterra, Francia y Austria y buscaban una solución de compromiso con el zar. Sin embargo, el pueblo, estimulado por los elementos más radicales de la Sociedad Patriótica, deseaba una lucha decidida por la independencia. El pequeño Reino de Polonia fue capaz de librar durante muchos meses una guerra regular contra el Imperio Ruso, la mayor potencia del continente europeo en aquel entonces. El ejército insurrecto logró detener la ofensiva del ejército ruso en la batalla de Grochów, a las puertas de Varsovia (1831) y derrotar al enemigo en las batallas de Wawer, Dębe Wielkie e Iganie; en la primavera de 1831 tomaron las armas grupos menores de insurrectos en Lituania y Ucrania. Sin embargo, la derrota de Ostrołęka, debida a la incapacidad e indecisión del general Skrzynecki, que había sucedido a Chłopicki en el cargo de comandante en jefe, debilitó las fuerzas de la insurrección y aminoró la fe en la victoria. Varsovia se vio obligada a capitular al cabo de 2 días de combate y, ante la imposibilidad de ofrecer una resistencia coordinada, casi 45 mil insurrectos cruzaron entre septiembre y octubre las fronteras de Austria y Prusia, donde depusieron las armas y fueron internados. Poco más tarde, la rendición de las fortalezas de Modlin y Zamość significó la caída definitiva de la insurrección. Desde el punto de vista militar, ésta fue la más poderosa de las insurrecciones nacionales polacas, fortaleció los sentimientos patrióticos y los anhelos de libertad de la nación. De las tierras anexadas por Austria y Prusia afluían voluntarios y ayuda material. La noticia del levantamiento estimuló el despertar de la conciencia nacional de los polacos de Silesia y de Mazuria. La insurrección obligó también a Rusia a descartar definitivamente sus proyectos de intervención contra Francia y Bélgica.

Inmediatamente después de caer la insurrección armada, la tarea de continuar la lucha en el campo político y de elaborar nuevos programas de liberación fue retomada por la Gran Emigración, como se llamó la pléyade de polacos que abandonaron el país sin reconocer su derrota como definitiva y se establecieron en Francia, Inglaterra, Estados Unidos y otros países de Europa y América. Durante los dos decenios que siguieron engrosarían la Gran Emigración los más destacados escritores, artistas y pensadores polacos. La rica vida cultural de los emigrados y sus grandes disputas políticas y filosóficas contribuyeron a multiplicar el acervo de la cultura nacional y constituyeron también un importante aporte a la cultura europea de la época, marcada entonces por un omnipresente romanticismo. En esta época surgieron muchas de las obras maestras de la literatura, la música y la historiografía polacas. En este último campo hay que citar la obra de Joachim Lelewel, destacado historiador que fue el primero en introducir en su obra un factor democrático y profundamente patriótico, tomando como sujeto de la historia no sólo a la nobleza sino a todo el pueblo.

El arte y las ciencias sociales del período romántico recogieron los problemas más importantes de la nación esclavizada. En la música se recurrió como nunca antes al elemento popular, en lo cual fue maestro Federico Chopin. La literatura romántica polaca estaba impregnada en grado mucho mayor que la europea de los desgarros existenciales de su nación y de su lucha por la libertad. Las ideas nacionales y libertadoras están presentes en las obras de todos los grandes poetas polacos de la época: Adam Mickiewicz, Juliusz Słowacki, Zygmunt Krasiński y Cyprian Kamil Norwid. De su obra emanan valores universales: la afirmación de la inevitable victoria del progreso, la crítica de la injusticia y la defensa de los derechos de todos los seres humanos y grupos sociales.

La obra literaria florecía en estrecho vínculo con la agitada actividad política de la Gran Emigración. En medio de acerbas controversias surgían partidos políticos de corte más moderno y se polarizaban las posiciones de las principales corrientes nacionales.

La derecha estaba representada por el grupo conservador aglutinado en torno al príncipe Adam Jerzy Czartoryski y que recibió el nombre de Hotel Lambert, denominación tomada de la residencia de su dirigente en París. Este partido se proponía lograr la liberación del país por medio de la diplomacia y de la victoria de los países occidentales, dejando para un futuro indefinido una “sublevación hecha a tiempo”. En la futura Polonia independiente deseaba establecer una monarquía constitucional que no pusiera en tela de juicio los privilegios de la clase terrateniente y en el campo social se limitaba a apelar a los grandes propietarios a que cambiaran la anacrónica servidumbre por el más moderno arrendamiento. Entre los méritos innegables del Hotel Lambert hay que citar la propagación de la causa polaca en Europa, el desarrollo de la vida cultural e intelectual de los emigrados, el estímulo de las tendencias nacionales y libertadoras de los pueblos eslavos de los Balcanes, así como el acrecentamiento del interés de los gobiernos y de la opinión pública de los países europeos por la situación de dichos pueblos.

A las pretensiones hegemónicas del Hotel Lambert en la emigración se opusieron diversos grupos de índole más revolucionaria. Estos supieron crear organizaciones más firmes y programas políticos más coherentes, ganándose las simpatías de gran parte de los emigrados, pero se debilitaron por disensiones internas. En un principio ganaron la supremacía los grupos democráticos moderados cuyo principal portavoz fue el historiador Joachim Lelewel. Su actitud contemporizadora desagradó a los jóvenes radicales, que crearon en 1832 la Sociedad Democrática Polaca, la cual llegó a contar con dos mil miembros activos y fue la agrupación política más importante de la emigración. Su programa, expuesto en el Gran Manifiesto de 1836 postulaba la liberación de la patria por medio de una insurrección general del pueblo, si bien bajo el liderazgo de la parte más democrática de la nobleza y la intelectualidad. En el momento de comenzar la insurrección, los campesinos debían obtener en propiedad la tierra usufructuada sin pagar indemnizaciones a los propietarios. La Sociedad Democrática se proponía establecer en la futura Polonia independiente un sistema democrático y republicano. Los principios contenidos en el Gran Manifiesto constituyeron durante muchos años el programa fundamental de movimiento libertador democrático. Aún antes de ser proclamado el Gran Manifiesto, los elementos más revolucionarios abandonaron la Sociedad Democrática y fundaron una organización que llamaron Pueblo Polaco en la Emigración, que se proponía unir la lucha por la independencia a la total abolición de la propied privada.

Las agrupaciones políticas mantenían una amplia colaboración con los revolucionarios de Francia, Alemania, Italia, Inglaterra y Rusia, participando en numerosos intentos revolucionarios que tuvieron lugar en dichos países. Pero, ante todo, trataban de crear en el país una extensa red de conspiraciones que condujera al rápido estallido de una insurrección nacional.

En el país, no obstante, la catástrofe de la Insurrección de Noviembre disminuyó sensiblemente el ánimo y las posibilidades de lucha. Los ocupantes rusos restringieron drásticamente la autonomía del Reino de Polonia, liquidaron la dieta y el ejército nacional, redujeron las diferencias con el Imperio Ruso en la administración y la legislación, cerraron las universidades y la Sociedad de Amigos de la Ciencia e iniciaron la rusificación, particularmente en las provincias orientales de la antigua Polonia, en el deseo de integrarlas al Imperio. Prusia y Austria aplicaron también en sus provincias anexadas una serie de medidas anti polacas. Pero el movimiento nacional comenzó a cobrar fuerzas a pesar de las despiadadas represiones de todos los ocupantes. Algunos terratenientes e intelectuales (sobre todo bajo la ocupación prusiana) se mostraban decididamente adversos a cualquier proyecto de sublevación y afianzaban el elemento social polaco por medio de distintas organizaciones económicas y culturales.

La juventud, la nobleza venida a menos y muchos intelectuales engrosaban, en cambio, las filas de los conspiradores en las tres partes ocupadas. Las conspiraciones se desarrollaron sobre todo en los años 1832 – 1839 en el sector austríaco, de donde se extendieron al Reino de Polonia, a Ucrania y Lituania. Después de 1840 las sociedades secretas comenzaron a ganar influencia en los medios plebeyos (Unión de Plebeyos) y campesinos (organización del p. Piotr Ściegienny) difundiendo el programa democrático de la Gran Emigración. Este movimiento era partidario de convertir la futura insurrección en una “guerra popular” (Henryk Kamieński) y preconizaba la cooperación de los revolucionarios polacos y rusos en la lucha contra el despotismo zarista, así como la unión de la lucha por la independencia a una profunda revolución social. Los conspiradores más revolucionarios, cuyo representante más señalado era el filósofo Edward Dembowski, buscaban atizar el rápido estallido de la insurrección en todas las tierras polacas. Sin embargo, en 1846, en vísperas del proyectado levantamiento, las autoridades rusas, prusianas y austríacas desmantelaron los centros de la conspiración en Varsovia, Lwów y Poznań y arrestaron a muchos de sus dirigentes, paralizando así toda la acción.

Solo en contadas ciudades tuvieron lugar cortos enfrentamientos armados. En Cracovia surgió un Gobierno Nacional que emitió un manifiesto anunciando la abolición de todos los privilegios, la prosperidad de las tierras para los campesinos, la asistencia social a los pobres y la concesión de tierras a los participantes de la insurrección que no la tuvieran. El levantamiento de Cracovia fue acogido con entusiasmo por los emigrados polacos y por todos los movimientos democráticos europeos. Marx y Engels elogiaron el programa contenido en el Manifiesto del Gobierno Nacional, poniéndolo como ejemplo de unión de la lucha nacional con las transformaciones sociales. Este radicalismo del programa de los insurrectos cracovianos fue, sin duda, un mérito de Edward Dembowski, quien fue secretario del Gobierno Nacional.

La rápida caída de este levantamiento se debió en gran medida a la actitud de los campesinos, adversa a la “insurrección de los señores”. En algunas regiones los siervos se levantaron incluso contra los terratenientes con el tácito apoyo de la administración austríaca. La tentativa revolucionaria de 1846 provocó una nueva ola de represiones en todas las provincias ocupadas y redobló la política antipolaca de los opresores, proporcionando también un pretexto para abolir la República de Cracovia y anexionarla a Austria.

Estos descalabros fueron la causa de la escasa vitalidad del movimiento libertador polaco en el período de las grandes conmociones revolucionarias que tuvieron lugar en Europa en los años 1848 – 1849, que recibieron el nombre de “Primavera de los Pueblos”. Los sucesos revolucionarios de Francia, Austria, Italia, Alemania y Hungría generaron una ola de simpatía hacia la causa polaca, cuya suerte dependía en gran parte del éxito de dichos movimientos. El Comité Nacional creado en Poznań en 1848 reclamó una mayor autonomía de esta provincia en el marco de un acuerdo con el gobierno prusiano. El rey de Prusia y su gobierno expresaron en un principio una vaga aprobación a estas reivindicaciones, con la esperanza de ganar el apoyo de los polacos en una eventual guerra contra Rusia, a la cual parecían conducir inevitablemente sus proyectos de unificación de Alemania. Sin embargo, las autoridades prusianas olvidaron bien pronto estas promesas y reprimieron sin mayor dificultad un movimiento armado polaco, escaso y mal preparado. En 1852 suprimieron también la Liga Nacional Polaca, una organización fundada legalmente en 1848 con la tácita intención de resistir al proceso germanizador de Pomerania y Poznań.

Pese a la victoria de la reacción prusiana, la Primavera de los Pueblos contribuyó a fortalecer el movimiento nacional polaco en las provincias ocupadas por Prusia y animó políticamente a la clase campesina. Hay que señalar que los aldeanos constituyeron una fuerza importante del levantamiento de Poznań. En Silesia, Pomerania y Mazuria fueron los campesinos quienes emprendieron la lucha por el empleo del idioma polaco en las escuelas y la administración, iniciando así un proceso de renacimiento nacional de estas tierras germanizadas desde hacía siglos. En Pomerania y en Silesia los campesinos elegían siempre a diputados polacos al parlamento prusiano. Muy activa se mostró también la intelectualidad polaca, si bien relativamente escasa en número, fundando periódicos y organizaciones culturales. Es de señalar la labor desplegada en este sentido por Ignacy Łyskowski, en Pomerania, y por los maestros Józef Lompa y Emanuel Smolka, ayudados por el padre Józef Szafranek, en Silesia. La firme presión popular hizo que las autoridades prusianas restituyeran la lengua polaca en la enseñanza primaria.

También en las provincias austríacas, sobre todo en Lwów y Cracovia, se desarrolló un fuerte movimiento nacional polaco dirigido por políticos liberales. Seguros de la victoria de la revolución en Austria, deseaban obtener pacíficamente una amplia autonomía, o incluso la independencia, de las provincias anexadas por Austria. Trataban igualmente de convencer a los terratenientes a conceder tierras a los campesinos, a fin de ganar el apoyo de éstos al movimiento. Estas esperanzas se vieron defraudadas, pero sí se logró la liberación de los siervos, una mayor colaboración de los dirigentes polacos con los políticos de otras naciones de la monarquía de los Habsburgo y una reanimación del movimiento nacional en la parte de Silesia perteneciente a Austria.

Los polacos participaron asimismo en las luchas de liberación de otros pueblos europeos. Adam Mickiewicz organizó en 1848 una pequeña legión polaca que luchó en el norte de Italia contra la dominación austríaca. En 1849 fundó en París la revista “La Tribuna de los Pueblos”, con la cual colaboraban dirigentes y periodistas franceses, alemanes, rusos, italianos y españoles de tendencia democrática. En 1848 varios centenares de polacos participaron en las luchas por la unificación de Rumania. Hubo también muchos polacos pertenecientes en los levantamientos libertadores en Italia, Austria y Alemania.

Como ejemplo de la presencia de los polacos en los arrebatos europeos del siglo pasado, se puede mencionar el nombramiento del general Wojciech Chrzanowski al cargo del comandante en jefe del ejército sardo que luchaba contra Austria en 1849, así como la designación del general Ludwik Mierosławski al mando de las tropas revolucionarias de Sicilia y del Ducado de Baden. Una legión polaca de más de tres mil hombres combatió en la revolución húngara de 1848 – 1849, en la cual los generales Henryk Dembiński y Józef Bem asumieron temporariamente el mando militar. Józef Bem se hizo famoso por sus victorias en Transilvania. En última instancia, la Primavera de los Pueblos terminó con el triunfo de la reacción, lo cual esfumó los sueños de una pronta liberación de Polonia.

La esperanza revivió una vez más con la guerra de Crimea, durante la cual Inglaterra, Francia, Turquía y Cerdeña le disputaron a Rusia el dominio de los Balcanes y el control de la comunicación con el Mar Negro a través del Bósforo y los Dardanelos. Los emigrados polacos iniciaron la formación de cuerpos militares junto a Turquía e Inglaterra, pero la paz de París de 1856 anuló los cálculos de la emigración de extender la guerra a las tierras polacas.

Sin embargo, la derrota de Rusia en la guerra de Crimea y los éxitos que obtenían los italianos en su lucha por la unificación de su estado nacional reafirmaron la voluntad de liberación de la sociedad polaca. La crisis que atravesaba el zarismo, la creciente fuerza de los revolucionarios rusos y la tendencia de liberación de los siervos que se observaba en el campo, creaban una situación favorable para reivindicar reformas sociales, concesiones nacionales e, inclusive, la independencia. Ya en los años 1856 – 1858 brotaron las primeras conspiraciones entre los estudiantes polacos en Kiev, Moscú y Varsovia, mientras que en la Academia del Estado Mayor General de San Petersburgo se formó un círculo secreto de oficiales revolucionarios, entre los cuales predominaban los oficiales polacos (Zygmunt Sierakowski, Jarosław Dąbrowski y otros). Los círculos secretos estudiantiles de Varsovia organizaron en febrero y junio de 1861 grandes manifestaciones patrióticas. Las autoridades rusas, que habían hecho en un principio algunas concesiones de poca monta, reprimieron sangrientamente dichas manifestaciones, dando a entender que no estaban dispuestas a conceder una autonomía más amplia al Reino de Polonia. Estas medidas rusas anularon cualquier posibilidad de crear un fuerte partido de ánimo conciliador con una nutrida participación de las clases altas y medias, al tiempo que aceleraron el desarrollo y la polarización política de las organizaciones secretas. Contribuyeron también a desprestigiar al conde Wielopolski, quien desde mayo de 1862 era jefe del gobierno civil del Reino y que al precio de limitadas concesiones y reformas trataba de establecer una cooperación relativamente armoniosa con la tiranía zarista.

En los años 1861 – 1862 los conspiradores revolucionarios (así llamados “rojos”) crearon una extensa red de organizaciones secretas dirigida por el Comité Central Nacional, mientras que los políticos más moderados de la burguesía y la intelectualidad establecieron su propia organización encabezada por la Dirección Nacional. Los primeros aspiraban a un rápido estallido de la insurrección armada de todo el pueblo con el objeto de obtener la independencia total e introducir reformas sociales, en primer lugar la liberación de los siervos. Los moderados querían encauzar el movimiento nacional en la senda de los métodos pacíficos y de las reformas limitadas. Los “rojos” vieron en el movimiento revolucionario ruso el aliado más importante de la futura insurrección y entablaron una estrecha cooperación con los miembros de la sociedad secreta rusa “Tierra y Libertad”. Los planes de los conspiradores se vieron entorpecidos por la leva extraordinaria, anunciada a mediados de enero de 1863 a instigación del mismo Wielkopolski, que debía poner bajo bandera a gran cantidad de jóvenes señalados por la administración. El Comité Central Nacional, temiendo que la leva echara por tierra toda la conspiración, aceleró la fecha de la insurrección y el 22 de enero de 1863 emitió un manifiesto en el cual se constituía el Gobierno Nacional y llamaba al “pueblo de Polonia, Lituania y Rutenia” a luchar contra la opresión de los zares. Un decreto especial concedía a los campesinos en propiedad la tierra que trabajaban, prometiendo a los terratenientes una indemnización del tesoro de estado, mientras que a los campesinos desposeídos les prometía tres fanegas de tierra a cambio de participar en el levantamiento. En la noche del 22 al 23 de enero, escasos grupos de insurrectos mal armados iniciaron la lucha en distintas ciudades. Dada la aplastante superioridad numérica de las tropas rusas, (de 100 a 340 mil frente a 20 – 30 mil), la insurrección cobró la forma de una guerra de guerrillas, particularmente intensa en las provincias de Kielce, Sandomierz, Lublin y Podlasie, a la cual se sumaron miles de voluntarios de las tierras ocupadas por Prusia y Austria, de donde llegó también considerable ayuda material. A fines de febrero la lucha se extendió a Lituania, Bielorrusia y Ucrania. En este período los insurrectos disponían de una organización secreta sumamente extensa que incluía una administración estatal casi completa, con un gobierno central, gobiernos provinciales, fuerzas armadas, policías, correos, fábricas de armas, imprentas y recaudación de impuestos.

Los “blancos”, que se encontraron a las pocas semanas al frente de las autoridades insurrectas, debieron ceder a los ánimos patrióticos, si bien trataron de contener las tendencias más radicales del movimiento insurrecto, confiando sobre todo en que las potencias occidentales intervendrían eficazmente en la causa polaca. En otoño de 1863, cuando estaba claro que no habría ninguna intervención de las potencias occidentales, los “blancos” se retiraron de la lucha, permitiendo que Romuald Traugutt se erigiera en Dictador de la Insurrección. Este se plegó a la política de los “rojos”, emprendiendo una enérgica reorganización de las fuerzas insurrectas y decretó la inmediata liberación de los siervos. En los primeros meses de 1864 las tropas rusas habían dispersado ya a los más improtantes destacamentos insurrectos y liquidado gran parte de la organización secreta nacional. El decreto del zar del 2 de marzo de 1864 liberó y concedió tierras a los campesinos, anulando de este modo la posibilidad de ganarlos para la insurrección. Traugutt y sus colaboradores fueron capturados y ajusticiados en la Ciudadela de Varsovia. La aniquilación del destacamento del padre Brzóska en Podlasie en otoño de 1864, marcó la caída definitiva de la insurrección.

La heroica lucha de los polacos se ganó la simpatía y el apoyo de la mayor parte de la opinión pública europea. Si bien resultaron vanas las esperanzas depositadas en el movimiento revolucionario de Rusia, un número considerable de rusos y ucranianos desertó de las filas del zar y se alistó en los cuerpos insurrectos. El gran publicista democrático ruso Alejandro Hercen se solidarizó plenamente con la causa polaca y fue un ardiente abogado de la colaboración polaco-rusa, en contra de la feroz campaña antipolaca desatada en la prensa rusa. En las filas insurrectas combatieron también voluntarios húngaros, franceses, italianos, alemanes y checos, las manifestaciones en apoyo de la insurrección polaca organizadas en verano de 1863 por los obreros de Inglaterra y Francia contribuyeron a acelerar la convocación de la I Internacional. La intervención diplomática de Francia, Gran Bretaña y Austria, iniciada por Napoleón III, terminó en fiasco y no les brindó a los polacos más que una amarga desilusión.

La caída de la Insurrección de Enero, el más radical de los levantamientos polacos, que duró 15 meses y en el cual llegaron a combatir 200.000 guerrilleros, acarreó la desaparición del Reino de Polonia como ente político nominalmente autónomo y marcó el comienzo de una intensa política de rusificación. Al mismo tiempo, aparte de las pérdidas human y materiales, la insurrección llevó a una liberación de los siervos más decidida que en los países limítrofes. Las fuertes corrientes libertadoras de los años 1795 – 1864 terminaron en un desastre militar, severas represiones y una clara política antinacional de los opresores rusos. Sin embargo, contribuyeron a despertar la conciencia nacional polaca y a estimular la actividad política de todas las clases sociales, incluida una clase obrera en incipiente formación. Aceleraron también los cambios sociales, a consecuencia de los cuales en la segunda mitad del siglo XIX desaparecieron casi totalmente los últimos vestigios feudales, que dieron paso a un pujante capitalismo. A pesar de las condiciones adversas en las que se desarrollaba, la cultura polaca ejerció un influjo lo suficientemente fuerte como para causar la polonización de una gran parte de la población alemana y judía radicada en las tierras polacas.

La circunstancia fundamental que hacía posible este progreso social fue el animado desarrollo económico que tenía lugar desde los años veinte del siglo XIX. En las provincias occidentales surgió una fuerte industria siderúrgica y una moderna agricultura, en el sector ruso floreció la industria textil, se construyeron las primeras líneas férreas y aparecieron los primeros bancos importantes. Al comienzo, las manufacturas desplazaron a la producción artesanal, para ser a su vez reemplazadas por los primeros establecimientos mecanizados en los años treinta y cuarenta del siglo pasado. El desarrollo de las grandes empresas industriales fue afirmando la posición social de la burguesía y dio comienzo al surgimiento de la clase obrera, que a mediados del siglo emprendió los primeros esporádicos intentos de oponerse a la explotación. En la agricultura comenzaron a extenderse los cultivos alternados y las primeras máquinas agrícolas. El triunfo cabal del capitalismo fue posible sólo con la liquidación de la servidumbre de los campesinos, lo cual tuvo lugar en el sector prusiano en 1823, en el austríaco en 1848 y en el ruso en 1864. El resultado de todas estas transformaciones fue la decadencia social y política de la nobleza terrateniente y el fortalecimiento de las nuevas clases sociales.

El factor que unía a la sociedad polaca en el siglo XIX por sobre las fronteras impuestas por las potencias ocupantes era el intenso desarrollo cultural, que dio como fruto las obras de los grandes poetas románticos de la emigración, las óperas de acentuado sabor nacional de Stanisław Moniuszko, la pintura de Jan Matejko, Juliusz Kossak y Artur Grottger y otras muchas manifestaciones en las que se identificaron generaciones enteras de polacos. En las ciudades, que obtuvieron sus primeros grandes proyectos urbanísticos, floreció la vida cultural en todas sus expresiones, sobre todo gracias al ascenso de las nuevas clases sociales que extendieron enormemente el auditorio de las artes y las ciencias. Entre las instituciones culturales y científicas más importantes surgidas a mediados del siglo XIX hay que mencionar la Universidad, la Academia Médico-Quirúrgica, el Conservatorio y la Biblioteca de los Krasiński en Varsovia, la Biblioteca de los Raczyński en Poznań y el Instituto Nacional fundado por la familia Ossoliński en Lwów.

Las transformaciones sociales, económicas, políticas y culturales condujeron al nacimiento de una nación moderna, limitaron el poder político de la nobleza y liquidaron las barreras entre los estados sociales. Gracias a las reformas agrarias, el campesinado se convirtió en una clase social autónoma con una conciencia cada vez más fuerte, tanto en el plano social como en el nacional. El pueblo campesino defendió acérrimamente su lengua patria en todas las regiones más expuestas a la política germanizadora o rusificadora de los ocupantes. En Silesia, Warmia, Mazuria y Pomerania el campesinado y la escasa intelectualidad burguesa fueron las únicas clases sociales que lucharon activamente por la cultura polaca en esas tierras.

Las grandes obras literarias y artísticas del romanticismo no podían llegar aún a las capas más bajas de la sociedad, pero consolidaron la conciencia nacional de la burguesía y la nobleza. Hay que destacar singularmente la positiva influencia ejercida por una intelectualidad cada vez más numerosa, de la cual provenía la mayor parte del acervo artístico y científico de entonces y que contribuyó a mantener viva la llama de las aspiraciones nacionales. En la época de la Insurrección de Enero ya habían comenzado las grandes transformaciones de la sociedad polaca y la conciencia nacional se había extendido a todas sus clases. Sin embargo, existían aun fuertes barreras sociales que impedían que surgiera un claro sentimiento de unión de toda la comunidad nacional. Habría que esperar aún varios decenios para que este proceso de integración se consumara.

Fuente: “Panorama Histórico de Polonia”,

Biblioteca Polaca Ignacio Domeyko

Transcripción: Honorio Szelagowski

Director de Prensa CiPol